El alma del hambre
Jose Luis Rodríguez de León
El sudor que suplicaba ayuda desde la frente de Federico, fue casi la única humedad que recibieron sus gavias en la década de los años treinta en Guisguey; eran gotas que se lanzaban al vacío, en busca del sonido seco y atronador con el que el terruño crujía, como si fuese hojarasca pisada por las cabras. Petra, su mujer, guindaba esperanzas desde el interior del aljibe, para satisfacer la tenacidad de Federico, por sacar fruto a una tierra maldecida por tanta sangre derramada en su conquista.
Pablo y Antonio, sus hijos, emigraron a Venezuela en busca de un verdor negado a su juventud majorera. Federica, María y Manuela, sus hijas, por el contrario, y por el condicionante de llevar la diferencia bajo sus faldas, se vieron obligadas a abrazar el hambre de sus progenitores, respirando tierra seca entre pajeros incluso más allá, de que la iglesia les concediera el privilegio de ser casadas, con el olvido de una mejor existencia para sus almas.
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